En los Límites de la Ciencia
La conciencia es no-local: El retorno del alma al mundo
de Gloria Helena
La consciencia como propiedad fundamental del
universo, y no como un producto de la materia, podría no tener localidad sino
estar diseminada en todas las cosas como una red que in-forma la totalidad del
cosmos.
“Dios no permanece petrificado y muerto;
Las piedras mismas gritan y se elevan al
Espíritu”.
Hegel.
Con el triunfo del empirismo científico a fines del siglo XVII, fundamentado
en la observación y experimentación sobre el mundo sensible, el materialismo
como filosofía pasó a convertirse en el inamovible, inapelable e incluso
inconsciente paradigma de realidad de Occidente durante los últimos 400 años. El
principio básico de esta filosofía se formula en el axioma que sigue: “La
materia es todo lo que existe”. Desde entonces, el universo pasó de ser un
organismo cósmico, como lo consideraban los antiguos, a ser visto como materia
inanimada en movimiento, sujeta a los ciegos condicionamientos del azar y a la
Segunda Ley de la Termodinámica: la entropía, la cual establece que todos las
cosas tienden al desequilibro y que el desorden cósmico es cada vez mayor.
Con el descubrimiento de Einstein acerca de la equivalencia entre masa y energía, formulado en la famosa ecuación E=mc², y el nacimiento de la teoría cuántica, el materialismo se ha visto obligado a abandonar su soporte sensible de átomos que chocan entre sí como fundamento último de todas las cosas para pasar a una imagen del universo formada por una aparentemente infinita cantidad de energía en distintos estados, una nube cuántica de probabilidades. Sin embargo, el principio subyacente de la ciencia ha cambiado muy poco: “La energía inanimada en movimiento es todo lo que existe”.
Esta filosofía ha dejado a la consciencia (y con ella, todo el sentido de la condición humana) reducida a mero epifenómeno de los ciegos procesos de la energía que conforma todo lo que existe, accidente azaroso e insignificante en el inmenso sinsentido cósmico. Desde su triunfo hace 400 años, el método científico ha tratado de dar respuesta a sencillas preguntas —como “¿dónde se encuentran nuestros recuerdos?”— buscando pistas en los procesos fisiológicos neuronales, químicos y más recientemente cuánticos de la estructura energética que conforma el cerebro. Esta búsqueda se ha basado en el supuesto de que existirían “huellas mnémicas”, materiales almacenados de alguna forma en el sistema nervioso, dependientes de las uniones entre las células neuronales (las llamadas sinapsis).
Los neurocientíficos han intentado durante décadas encontrar estas huellas mnémicas en el cerebro sin éxito. Los experimentos de Kart Lashley, basados en entrenar animales para que aprendan trucos y luego remover partes de sus cerebros para ver en donde se almacena el aprendizaje, demostraron para su asombro que podía retirarse hasta el 60 por ciento del cerebro –cualquier 60%– sin que hubiera efecto alguno en la retención de este aprendizaje. Como señaló B. Boyscott, manifestando la perplejidad de los buscadores de huellas mnémicas: “la memoria parece estar en todas partes y en ninguna en particular”.
Hoy en día sabemos que las células cerebrales, todas las sustancias químicas en las sinapsis y las estructuras nerviosas y moleculares que conforman el cerebro, funcionan mucho más rápidamente de lo que antes se pensaba, cambiando constantemente, lo que hace al cerebro un soporte muy inestable como almacén de memoria. Hoy sabemos también que todas las células de nuestro cuerpo están naciendo y muriendo en una constante renovación orgánica. Recientes estudios han demostrado que incluso las células cerebrales, consideradas hasta hace poco elementos perpetuos del organismo, se renuevan periódicamente.
En su fascinante libro El Renacimiento de la Naturaleza, el biólogo que va a contracorriente, Rupert Sheldrake, sugiere a esto una respuesta tan revolucionaria como sencilla: “Tal vez exista una razón ridículamente simple para todos estos fracasos recurrentes: es posible que las huellas mnémicas no existan. Por el mismo motivo podría verse condenada al fracaso una búsqueda dentro del televisor de huellas de los programas que uno haya visto la semana pasada: el aparato sintoniza transmisiones, pero no las almacena. Volvamos a pensar en la analogía del televisor: el daño en algunas partes del circuito puede ocasionar la pérdida o la distorsión de la imagen; el daño en otras partes puede determinar que el aparato pierda la capacidad de producir sonido; un fallo en los circuitos de sintonía puede impedir que se reciban uno o más canales. Pero esto no demuestra que las imágenes, los sonidos y los programas completos estén almacenados en los componentes dañados” (Sheldrake, 1994).
Esta analogía propuesta por Sheldrake puede ser enormemente reveladora: “Imagínese que está viendo un programa televisivo por primera vez, sin tener ni idea de lo que es la televisión. Desde un punto de vista más primitivo, podría creer que realmente hay unos seres pequeños en el aparato. Al inspeccionarlo, rápidamente descartaría esa explicación, excesivamente simplista. Se daría cuenta de que había un montón de cosas dentro del televisor. Educados como estamos sobre las maravillas de la ciencia, probablemente decidiríamos que el equipo que hay en el interior del aparato es el que creó la imagen y el sonido. Al ir dando vueltas al mando y obtener diferentes imágenes y sonidos, nos iríamos convenciendo de que esta es la explicación. Si retiráramos un tubo del aparato y la imagen desapareciera, probablemente creeríamos que habíamos demostrado nuestra teoría de manera convincente. Supongamos que alguien nos dijera lo que realmente ocurre: que los sonidos y las imágenes provienen de un lugar lejano, son transportados por ondas invisibles que de alguna manera se pueden crear en ese lugar lejano, son captadas por nuestro televisor y transformadas en imágenes y sonidos. Probablemente esta explicación nos parecería ridícula. Como mínimo, parecería desobedecer la ley de la navaja de Occam; es decir, es mucho más sencillo creer que las imágenes y sonidos son creados por el televisor que imaginar unas ondas invisibles (Robertson, 2002). Sin embargo, es así como funciona.
Pero si la memoria no estuviera localizada en el cerebro, sino que este fuera más bien un órgano que la “sintoniza” o estructura como una especie de compleja antena receptora, entonces… ¿dónde estaría?
En 1964 John Bell demostró que, a nivel cuántico, todas las partículas del universo pueden comunicarse entre sí instantáneamente, sin mediar movimiento entre ellas o transferencia de energía de algún tipo. A estas conexiones Bell las denominó “no-locales”, ya que ocurren entre las partículas por fuera de cualquiera de las dimensiones de la física observables. Esto representaba un serio problema para Einstein, ya que la teoría de la Relatividad Especial, consistente y comprobada, postulaba que ninguna forma de energía podía moverse más rápidamente que la luz. Einstein negó la realidad de las conexiones no-locales a nivel cuántico, llamándolas sarcásticamente “acción fantasmagórica a distancia”. Sin embargo, reiterados experimentos posteriores probaron ineludiblemente que las conexiones no-locales eran una realidad fundamental del mundo cuántico. Por lo tanto las leyes que aplicaban a lo infinitamente grande (la relatividad) y a lo infinitamente pequeño (la física cuántica) parecían hallarse en contradicción.
El físico David Bohm fue el primero en postular una teoría coherente que parecía conciliar el mundo de la relatividad con los fenómenos cuánticos. Bohm propuso la existencia de un nivel de realidad no observable, existente por fuera de las cuatro dimensiones de la física, al que denominó “orden implicado”. Aunque este orden implicado no sea empíricamente detectable, su presencia se observa, según Bohm, en el llamado “campo cuántico”, es decir, la organización específica que asumen las partículas cuánticas dentro de su indeterminado movimiento.
El físico Jack Sarfatti propuso que las conexiones no-locales de Bell en realidad no violan la Relatividad Especial, ya que lo que se transmite entre las partículas cuánticas no es energía sinoinformación. La información no sería una forma de energía, sino lo que ordena la energía. Ilya Prigogine, el padre de Teoría del Caos, definió la información como “entropía negativa”: si la entropía es toda aquella variable externa que trae desorden a los sistemas de energía y los conduce a su constante desintegración, la información sería una variable que organiza los sistemas desde dentro. La teoría de los “atractores caóticos” de la Teoría del Caos proporcionó un modelo matemático fiable de la manera en que esta información organiza los dinámicos sistemas cuánticos en función de un fin. El ejemplo clásico de un atractor caótico es un cuenco en donde se arroja agua: el agua fluirá hacia abajo por los bordes del cuenco de manera indeterminada pero toda ella terminará en el fondo del cuenco, el cual representa el fin del atractor.
Con el descubrimiento de Einstein acerca de la equivalencia entre masa y energía, formulado en la famosa ecuación E=mc², y el nacimiento de la teoría cuántica, el materialismo se ha visto obligado a abandonar su soporte sensible de átomos que chocan entre sí como fundamento último de todas las cosas para pasar a una imagen del universo formada por una aparentemente infinita cantidad de energía en distintos estados, una nube cuántica de probabilidades. Sin embargo, el principio subyacente de la ciencia ha cambiado muy poco: “La energía inanimada en movimiento es todo lo que existe”.
Esta filosofía ha dejado a la consciencia (y con ella, todo el sentido de la condición humana) reducida a mero epifenómeno de los ciegos procesos de la energía que conforma todo lo que existe, accidente azaroso e insignificante en el inmenso sinsentido cósmico. Desde su triunfo hace 400 años, el método científico ha tratado de dar respuesta a sencillas preguntas —como “¿dónde se encuentran nuestros recuerdos?”— buscando pistas en los procesos fisiológicos neuronales, químicos y más recientemente cuánticos de la estructura energética que conforma el cerebro. Esta búsqueda se ha basado en el supuesto de que existirían “huellas mnémicas”, materiales almacenados de alguna forma en el sistema nervioso, dependientes de las uniones entre las células neuronales (las llamadas sinapsis).
Los neurocientíficos han intentado durante décadas encontrar estas huellas mnémicas en el cerebro sin éxito. Los experimentos de Kart Lashley, basados en entrenar animales para que aprendan trucos y luego remover partes de sus cerebros para ver en donde se almacena el aprendizaje, demostraron para su asombro que podía retirarse hasta el 60 por ciento del cerebro –cualquier 60%– sin que hubiera efecto alguno en la retención de este aprendizaje. Como señaló B. Boyscott, manifestando la perplejidad de los buscadores de huellas mnémicas: “la memoria parece estar en todas partes y en ninguna en particular”.
Hoy en día sabemos que las células cerebrales, todas las sustancias químicas en las sinapsis y las estructuras nerviosas y moleculares que conforman el cerebro, funcionan mucho más rápidamente de lo que antes se pensaba, cambiando constantemente, lo que hace al cerebro un soporte muy inestable como almacén de memoria. Hoy sabemos también que todas las células de nuestro cuerpo están naciendo y muriendo en una constante renovación orgánica. Recientes estudios han demostrado que incluso las células cerebrales, consideradas hasta hace poco elementos perpetuos del organismo, se renuevan periódicamente.
En su fascinante libro El Renacimiento de la Naturaleza, el biólogo que va a contracorriente, Rupert Sheldrake, sugiere a esto una respuesta tan revolucionaria como sencilla: “Tal vez exista una razón ridículamente simple para todos estos fracasos recurrentes: es posible que las huellas mnémicas no existan. Por el mismo motivo podría verse condenada al fracaso una búsqueda dentro del televisor de huellas de los programas que uno haya visto la semana pasada: el aparato sintoniza transmisiones, pero no las almacena. Volvamos a pensar en la analogía del televisor: el daño en algunas partes del circuito puede ocasionar la pérdida o la distorsión de la imagen; el daño en otras partes puede determinar que el aparato pierda la capacidad de producir sonido; un fallo en los circuitos de sintonía puede impedir que se reciban uno o más canales. Pero esto no demuestra que las imágenes, los sonidos y los programas completos estén almacenados en los componentes dañados” (Sheldrake, 1994).
Esta analogía propuesta por Sheldrake puede ser enormemente reveladora: “Imagínese que está viendo un programa televisivo por primera vez, sin tener ni idea de lo que es la televisión. Desde un punto de vista más primitivo, podría creer que realmente hay unos seres pequeños en el aparato. Al inspeccionarlo, rápidamente descartaría esa explicación, excesivamente simplista. Se daría cuenta de que había un montón de cosas dentro del televisor. Educados como estamos sobre las maravillas de la ciencia, probablemente decidiríamos que el equipo que hay en el interior del aparato es el que creó la imagen y el sonido. Al ir dando vueltas al mando y obtener diferentes imágenes y sonidos, nos iríamos convenciendo de que esta es la explicación. Si retiráramos un tubo del aparato y la imagen desapareciera, probablemente creeríamos que habíamos demostrado nuestra teoría de manera convincente. Supongamos que alguien nos dijera lo que realmente ocurre: que los sonidos y las imágenes provienen de un lugar lejano, son transportados por ondas invisibles que de alguna manera se pueden crear en ese lugar lejano, son captadas por nuestro televisor y transformadas en imágenes y sonidos. Probablemente esta explicación nos parecería ridícula. Como mínimo, parecería desobedecer la ley de la navaja de Occam; es decir, es mucho más sencillo creer que las imágenes y sonidos son creados por el televisor que imaginar unas ondas invisibles (Robertson, 2002). Sin embargo, es así como funciona.
Pero si la memoria no estuviera localizada en el cerebro, sino que este fuera más bien un órgano que la “sintoniza” o estructura como una especie de compleja antena receptora, entonces… ¿dónde estaría?
En 1964 John Bell demostró que, a nivel cuántico, todas las partículas del universo pueden comunicarse entre sí instantáneamente, sin mediar movimiento entre ellas o transferencia de energía de algún tipo. A estas conexiones Bell las denominó “no-locales”, ya que ocurren entre las partículas por fuera de cualquiera de las dimensiones de la física observables. Esto representaba un serio problema para Einstein, ya que la teoría de la Relatividad Especial, consistente y comprobada, postulaba que ninguna forma de energía podía moverse más rápidamente que la luz. Einstein negó la realidad de las conexiones no-locales a nivel cuántico, llamándolas sarcásticamente “acción fantasmagórica a distancia”. Sin embargo, reiterados experimentos posteriores probaron ineludiblemente que las conexiones no-locales eran una realidad fundamental del mundo cuántico. Por lo tanto las leyes que aplicaban a lo infinitamente grande (la relatividad) y a lo infinitamente pequeño (la física cuántica) parecían hallarse en contradicción.
El físico David Bohm fue el primero en postular una teoría coherente que parecía conciliar el mundo de la relatividad con los fenómenos cuánticos. Bohm propuso la existencia de un nivel de realidad no observable, existente por fuera de las cuatro dimensiones de la física, al que denominó “orden implicado”. Aunque este orden implicado no sea empíricamente detectable, su presencia se observa, según Bohm, en el llamado “campo cuántico”, es decir, la organización específica que asumen las partículas cuánticas dentro de su indeterminado movimiento.
El físico Jack Sarfatti propuso que las conexiones no-locales de Bell en realidad no violan la Relatividad Especial, ya que lo que se transmite entre las partículas cuánticas no es energía sinoinformación. La información no sería una forma de energía, sino lo que ordena la energía. Ilya Prigogine, el padre de Teoría del Caos, definió la información como “entropía negativa”: si la entropía es toda aquella variable externa que trae desorden a los sistemas de energía y los conduce a su constante desintegración, la información sería una variable que organiza los sistemas desde dentro. La teoría de los “atractores caóticos” de la Teoría del Caos proporcionó un modelo matemático fiable de la manera en que esta información organiza los dinámicos sistemas cuánticos en función de un fin. El ejemplo clásico de un atractor caótico es un cuenco en donde se arroja agua: el agua fluirá hacia abajo por los bordes del cuenco de manera indeterminada pero toda ella terminará en el fondo del cuenco, el cual representa el fin del atractor.
Dentro de esta misma línea, Benoit Mandelbrot
consiguió demostrar que en muchos de los fenómenos aparentemente menos
estructurados de la naturaleza, desde el crecimiento de las plantas hasta la
forma de un cristal de nieve, existe un orden generativo más sutil que organiza
la materia en una geometría de “ordenes fractales” conforme a atractores
caóticos.
Este revolucionario giro en la perspectiva
cosmológica llevó al filósofo holístico Ervin Lazló a afirmar que “en la última
concepción de la física el universo no está constituido de materia y espacio,
está constituido de energía e información. La energía existe en forma de
patrones de onda y propagaciones de onda en el vació cuántico que forma el
espacio; en sus varias manifestaciones, la energía es el hardware del universo;
el software es la información”.
Sheldrake, por su parte, trasladó estas teorías
primero al campo de la biología evolutiva y luego al ámbito de toda la
naturaleza bajo el nombre de “campos mórficos“. Estos campos, según la teoría de
Sheldrake, son “órdenes implicados” de una naturaleza intrínsecamente evolutiva,
son campos de información que organizan, conforme atractores caóticos, el
desarrollo de todas las cosas en el universo: desde los órganos hasta los
tejidos, las células, los átomos y los estados cúanticos. Cada cosa en el
universo depende de una jerarquía de campos dentro de campos: campos de órganos,
de tejidos, de células, de átomos.
Los campos mórficos serían, literalmente,
“campos de memoria”, ya que en sí mismos constituirían la información que
conforma la memoria colectiva de cada una de las especies que hay en la
naturaleza. La información de los campos estaría determinada por los hábitos
heredados de cada una de las especies: “La actividad formativa de los campos no
está determinada por leyes matemáticas y atemporales, sino por las formas reales
(y los hábitos) asumidos por los miembros anteriores de la especie. Cuanto más
se repite una pauta de desarrollo, más probable es que sea seguida y que vuelva
a aparecer. Los campos son los medios para incorporar, conservar y heredar los
hábitos de la especie [...]. Desde este punto de vista, los organismos vivos no
solo heredan los genes, sino también los campos mórficos. Los genes se reciben
materialmente de los antepasados y permiten elaborar ciertos tipos de moléculas
proteínicas; los campos mórficos se heredan de un modo no-material, no solo de
los antepasados directos, sino también de los demás miembros de la especie. Los
campos de una especie dada, por ejemplo la jirafa, han evolucionado; son
heredados por las jirafas actuales de las jirafas anteriores. Contienen una
especie de memoria colectiva en la cual cada miembro de la especie puede
apoyarse y a la que a su turno puede realizar aportes” (Sheldrake, 1994).
Estos campos no-locales actuarían entre sí a
través de un proceso denominado “resonancia mórfica”, llevando información hacia
los campos de su misma especie. Por esta razón, para Sheldrake, la memoria
depende de la resonancia mórfica y no de depósitos mnémicos materiales. “Cuanto
más similar es un organismo a otro del pasado, más específica y eficaz será la
resonancia mórfica. En general, cualquier organismo es sumamente semejante a sí
mismo en el pasado, y por lo tanto sensible a una resonancia mórfica altamente
específica de su propio pasado.
Esta autorresonancia ayuda a conservar la forma
del organismo, a pesar del cambio continuo de sus constituyentes materiales. De
modo análogo, en el reino de la conducta, la autorresonancia en un organismo se
sintoniza específicamente con sus propias pautas pasadas de actividad. No es
necesario que los hábitos de conducta, lenguaje y pensamiento, o los recuerdos
de hechos particulares y acontecimientos del pasado se almacenen como huellas
materiales en el cerebro.” En otras palabras, la memoria, para Sheldrake, es un
campo dinámico de información no-local, incluido en el campo de la memoria
general de la especie. “En el reino humano, un concepto de este tipo ya aparece
en la teoría junguiana del inconsciente colectivo como memoria colectiva
heredada. La hipótesis de la resonancia mórfica permite considerar el
inconsciente colectivo no solo como un fenómeno humano sino como un aspecto de
un proceso mucho más general, en virtud del cual los hábitos se heredan en todo
el mundo natural.” (Sheldrake, 1994).
Al contemplar la existencia de un campo de
memoria no orgánico que no se limita a los seres orgánicos, sino que integra
todas las estructuras habituales que existen en el universo, ya no tiene sentido
considerar la “vida” un fenómeno meramente orgánico. Todo el cosmos pasa a ser
unorganismo. “La teoría holística, en efecto, trata a toda la naturaleza como
algo vivo, y en este sentido representa una versión actualizada del animismo
premecanicista. Desde este punto de vista, incluso los cristales, las moléculas
y los átomos son organismos. No están constituidos por átomos inertes de materia
como en el atomismo de antiguo estilo, sino que, según ha demostrado la física
moderna, son estructuras de actividad, pautas de actividad energética dentro de
campos [...], la física es el estudio del organismo cósmico que todo lo abarca y
de los organismos galácticos, estelares y planetarios que se han desarrollado
dentro de él.” (Sheldrake, 1994)
El físico Edward Harris Walter propuso una
segunda interpretación de la paradoja planteada por Bell entre las conexiones
no-locales de la física cuántica y la teoría de la relatividad. Harris sugirió
que lo que se mueve más rápido que la luz y lo que sustenta y mantiene
unificadas las contradictorias leyes de lo infinitamente grande (la relatividad)
y de lo infinitamente pequeño (la física cuántica) es unCampo de Consciencia.
Esta interpretación, que a primera vista parece apartarse de la teoría de la
información, desde un punto de vista panenteísta, es de hecho la misma: la
consciencia es información, la información es consciencia.
Esto coincide con todas las filosofías no-duales,
desde el tantrismo hindú hasta Hegel, pasando por el taoísmo, el hermetismo, el
neoplatonismo y la cábala hebrea. Todas las filosofías no-duales han afirmado
siempre que el universo es una manifestación viviente y creativa de la
consciencia cósmica. El alma del mundo (anima mundi), diría Plotino, está
presente y es presencia en cada cosa que existe.
“La consciencia no es un principio metafísico,
sobrenatural, sino una propiedad fundamental del universo en el sentido más
amplio del término. El universo total es viviente y activo, ya que ‘vida’
implica ‘consciencia’. El cerebro pierde la exclusividad de la consciencia, que
se convierte en una propiedad de todo el cuerpo. Vertiginoso saberse hecho de
millares de miles de millones de individuos celulares, todos en comunicación. No
existe un tabique impermeable entre mi consciencia cerebral y de mis células,
sino más bien una sucesión jerarquizada de planos de consciencia que reaccionan
unos sobre otros. De lo cósmico a lo infra-atómico, el psiquismo universal se
estratifica en una infinidad de niveles de consciencia o de planos de
consciencia, autónomos, distintos y sin embargo interdependientes. El universo
es Consciencia y Energía asociadas” (Van Lysebeth, 1990).
Sri Aurobindo, uno de los últimos grandes
filósofos de la India, definió la evolución del cosmos con estas palabras: “Este
ser y consciencia está aquí envuelto en materia. La evolución es el proceso por
el que se libera; la consciencia aparece en lo que parecía inconsciente, y una
vez que aparece se autoimpulsa para crecer cada vez más alto y a la vez
impulsarse y desarrollarse hacia una mayor perfección. La vida [orgánica] es el
primer paso de esta liberación de la consciencia; la mente, el segundo. Pero la
evolución no acaba en la mente; espera liberarse en algo mayor, en una
consciencia espiritual y supramental. Por tanto, no hay razón para poner limites
a las posibilidades evolutivas tomando nuestra organización o estatus actual
como definitivo”.
O en palabras de Teilhard de Chardin: “De la
materia a la biosfera, y de la biosfera a la especie, todo no es otra cosa que
una inmensa ramificación de psiquismos buscándose a través de las formas”.
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