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Tuesday, December 20, 2011

EL HALLAZGO DE ESTRUCTURAS SUBMARINAS EN CUBA


 ¿Obra de la Naturaleza o del hombre?
Gigantescas formaciones
rocosas sumergidas al norte
de Cuba reavivan el viejo debate
sobre el origen del hombre
americano.
 
JULIA CALZADILLA NÚÑEZ
Lic. JULIA CALZADILLA NÚÑEZ
Cuba
jcn@cubarte.cult.cu
 

El hallazgo de enormes formaciones rocosas en los mares que bañan la península de Guanahacabibes constituye en verdad una sorpresa inesperada y apasionante para la arqueología submarina. Las expectativas a nivel internacional no decaen. Arqueólogos, geólogos, antropólogos, historiadores, filólogos, científicos estudiosos de culturas antiguas en sus diversas manifestaciones, así como el público en general, esperan los resultados de las investigaciones iniciadas en el año 2000 y continuadas actualmente, ahora con medios más avanzados de todo tipo. La insoslayable pregunta es si se está o no en presencia de estructuras megalíticas construidas hace miles de años por la mano del hombre o si, por el contrario, se trata solo de enormes formaciones naturales de piedra o de alguna otra formación geológica.

     Citemos algunos datos: el descubrimiento realizado en el año 2000 por la empresa canadiense Advanced Digital Communications (ADC), que conjuntamente con especialistas del gobierno cubano2 lleva a cabo una labor exploratoria en busca de restos de naufragios ocurridos en estas aguas en siglos pasados, se produjo de manera accidental mientras el equipo encabezado por la ingeniera marítima ruso-canadiense Paulina Zelitsky cumplía esta tarea en las aguas del occidente de la isla de Cuba. Estas gigantescas formaciones rocosas, posiblemente de granito, a las que Zelitsky atribuye una antigüedad de unos 6000 años a.n.e. y por el momento considera como posible obra humana en espera de ulteriores evidencias probatorias, están situadas a una profundidad de 2100 pies (650 metros) y, a primera vista, parecen tener una determinada organización que incluiría formas piramidales, según declaraciones del Dr. Gabino de la Rosa, especialista del Centro de Antropología Nacional de Cuba. No obstante, a pesar de que al año siguiente, en 2001, se prosiguió la labor de exploración con la ayuda de un robot submarino, las fuertes corrientes marinas y la poca visibilidad impidieron la toma de evidencias capaces de permitir demostrar una u otra hipótesis. En el 2002, el equipo regresó de nuevo a la zona, y con sistemas de iluminación y técnicas más potentes, prosigue sus investigaciones.

     No asombra, pues, que semejante hallazgo haya dado pie a numerosas especulaciones que el propio equipo que participa en esta interesante misión de arqueología submarina ha evitado alimentar sin contar aún con bases sólidas que permitan emitir un fundamentado juicio científico.

     La importancia de la arqueología, en este caso submarina y prehistórica, es indiscutible. La arqueología, en general, recupera los artefactos creados por el hombre y, a partir de ellos, tras analizarlos y clasificarlos, pasa al nivel de la “industria”3, de ésta pasa al conjunto 4 y “cuando el arqueólogo describe varios conjuntos similares, en sitios diferentes, se refiere a ellos como hablando de una cultura” 5. En resumen, que el correcto análisis y clasificación de los artefactos representa el punto de partida idóneo para llegar a establecer las relaciones sociales de una cultura antigua determinada, ya sea prehistórica o histórica.

     En el hecho que nos ocupa, por el polémico debate suscitado hace años en torno al origen del hombre americano, la arqueología, en todas sus ramas, tiene ante sí un reto que ha asumido con optimismo: reconocer y dictaminar si las estructuras megalíticas halladas son de hecho artefactos o meras formaciones naturales. En el primer caso, afirmar si los trazados que cubren las piedras son de hecho inscripciones; si lo fuesen, a qué clase de escritura pertenecen, y si son caminos y pirámides el resto de las estructuras que no han podido observarse con la nitidez requerida. Todo ello serían descubrimientos de incalculable valor en la determinación de la génesis del llamado amerindio y de los contactos interoceánicos efectuados en la más remota Antigüedad. En tal sentido, las palabras de Sir Charles Lyell 6 resultan alentadoras: “...es probable que una gran cantidad de monumentos producidos por la habilidad y la industria del hombre en el curso de las edades sea obtenida conjuntamente del lecho del océano; dicha cantidad será todavía mayor de la que exista en un momento dado en la superficie de los continentes”. Y los autores F. Hole y Robert F. Heizer añaden al respecto: “Si se quiere conocer un recuento ya bastante viejo de las tradiciones, algunas de ellas probablemente estén basadas en hechos ciertos acerca de establecimientos humanos en lugares que hoy están bajo la superficie de lagos o del propio océano, véase el informe que preparó Lord Bishop of Saint David (1859)”7. Interesante dato, teniendo en cuenta que dicho informe podría incluir continentes legendarios y no solo la Atlántida, sino también Mu (Lemuria), supuestamente desaparecidos bajo las aguas a causa de algún devastador cataclismo.

Ahora bien, como estudiosa desde hace más de cuatro décadas de la cultura del Antiguo Egipto y de las culturas antiguas en general, entre ellas las denominadas “precolombinas” de Mesoamérica y Perú, he tomado nota de diferentes informaciones que, en mi criterio, sería de interés desarrollar en el trabajo investigativo de mesa necesario para arrojar más luz sobre este tema que ha captado la atención de la comunidad científica y del hombre común a escala internacional, quienes esperan en un futuro relativamente cercano una respuesta conclusiva. En los apuntes que siguen, no he desdeñado, por supuesto, las fuentes esotéricas consultadas por mí de larga data, aclarando que “esotérico” significa “lo oculto, lo velado en aras de preservar su pureza” y de ningún modo, “lo falso, lo resultante de la superchería” con lo cual, desafortunadamente, personas desconocedoras del verdadero significado de este término han establecido una incorrecta sinonimia. Por todo ello, afirmo categóricamente que, sin conocer y decodificar el simbolismo esotérico de las fuentes antiguas, el hombre de hoy, el hombre moderno, jamás podrá entender la esencia de aquellas viejas y por lo general, sabias manifestaciones culturales.


La etimología del vocablo América

En mi libro “La Gran Rueda (Una lectura decodificatoria de la Espiritualidad en los Misterios del Antiguo Egipto)”8 el signo jeroglífico MER es uno de los pilares sobre los cuales se fundamenta la teoría en él planteada acerca del recorrido iniciático en los Misterios egipcios. Analizado en toda su polisemia (amor, arado, pirámide, canal), indica que la huella de la voz Mer está presente en numerosos vocablos que en todos los casos apuntan a una elevada espiritualidad: Meru, Monte; Mercabah, el bíblico carro de Ezequiel; Ta-Mert, “la tierra bien amada”, uno de los nombres del viejo Egipto.

     ¿Por qué no también en América, palabra que no deriva del nombre del navegante y geógrafo italiano “Américo” Vespucio quien, en realidad, se llamaba Alberico?9 La creencia generalizada es que fue Vespucio quien dio nombre al continente y que esta denominación se utilizó por primera vez en el siglo XVI. Analicemos dicho error: En su magistral obra Isis sin Velo, Helena Petrovna Blavatsky, fundadora de la teosofía, presenta diversos argumentos que fundamentan su criterio de que el nombre América era muy anterior a la época de Vespucio: enlaza esta palabra, América, con la comarca montañosa nicaragüense denominada Americ, Amerrique o Amerique, “que se extiende entre Jucigalpa y Libertad en el departamento de Chontales”, señalando que en “el idioma indígena las terminaciones ic e ique significan grandeza, jefatura y dignidad”, como por ejemplo cacique. Asimismo, apunta que en el relato de su cuarto viaje, Colón cita “el poblado de Cariai (probablemente Cacai) [...] situado en la cordillera de Amerrique, a unos 920 metros sobre el nivel del mar”. Y añade: “Sin embargo, Colón omite en su relato la palabra Amerrique”.

     Aclara a continuación que la “denominación Provincia de América apareció por vez primera en un mapa publicado en Basilea el año 1522” y cita a Wilder como corroboración de lo antes expuesto: “Es muy probable que la cordillera nicaragüense de Amerique (gran montaña como el monte Meru) diese su nombre a todo el continente, pues en caso de habérselo dado Vespucio, seguramente lo derivaría del apellido y no del nombre. Si llega a comprobarse la etimología atribuida por Bourbourg a las palabras atlas y atlántico, con su raíz atlan, concordarán admirablemente ambas hipótesis. Como quiera que Platón no es el único autor que alude a un continente sito más allá de las columnas de Hércules, y teniendo en cuenta que el mar es poco profundo y abundante en algas en toda la región tropical del Atlántico, no es despropósito suponer que en aquellas latitudes existió un continente o un copioso archipiélago. También en el Pacífico se hallan indicios de que un tiempo existió un populoso imperio insular de raza malaya o javanesa, o tal vez un continente que se dilataba de Norte a Sur. Sabemos que el continente lemúrico es un sueño para los científicos, y que el desierto de Sahara y la comarca central de Asia fueron un tiempo mares”10


Sobre la polémica Atlántida

      Analizar en detalle uno de los temas más debatidos en todo el planeta escapa, claro está, de los marcos de este trabajo. A seguir, empero, se aludirá en pocos párrafos a la descripción platónica de este “continente” y al llamado “error décuplo” planteado por los defensores de la tesis egea en detrimento de la atlántica, incluida la mención al evento catastrófico más universalmente referido.11

     Ahora bien, la Biblia nos cuenta de Noé lo que la epopeya de Gilgamesh cuenta de Utnapishtim. [...] En conjunto, son 80.000 las obras escritas en 72 idiomas sobre el Diluvio Universal, 70.000 de las cuales hacen mención de los restos del navío legendario. [...] Pero surge una pregunta: ¿aquella inundación babilónica es en realidad el diluvio de que nos habla la Biblia?12
    
     Al analizar esta leyenda, se hace más evidente el supuesto error de nomenclatura cometido en la transcripción del Génesis, que habría atribuido “a Caín el papel de agricultor y a Abel el de ganadero (alegoría de la sustitución de la vida nómada por la vida sedentaria). Llegado este punto, el análisis de Eliseo Reclus invita a la reflexión. Si nos colocamos en el punto de vista que fue sin duda el de los Caldeos, redactores originarios de la leyenda, Caín es, pues, un personaje muy diferente del que nos representa nuestra imaginación, influida por la copia fiel del documento, y el primer asesinato atribuido al labrador no debe imputársele de manera alguna, porque no coincide con la verdad social. Históricamente, en los ataques de pueblo a pueblo, el ataque no viene del labrador pacífico, sino del nómada que va en busca de tierras nuevas. Por lo demás, la idea del asesinato había de nacer más fácilmente en el hombre que degüella y desuella animales que en el que se ingenia para construir el arado de madera. La historia del primer asesinato, referida bajo la forma judía, es en realidad la primera calumnia”.13

De este modo, hecha ya la corrección planteada por Reclus y trasladando ambos papeles a Balamek y a Sibon-ek, podría inferirse que este último sería el representante del pastoreo y, el primero, de la agricultura, carácter que habría prevalecido en la condición de grupo no agrícola como lo fue el ciboney.

     Es lamentable que, por apartarse del tópico tratado, no sea posible profundizar más sobre una cuestión tan controvertida como la lucha entre hermanos por lo general gemelos que también ejemplifica el caso de la suplantación de Esaú por Jacob (Gn.25, 19-34), “combate” que, llevado a su expresión última de acuerdo con los Misterios antiguos, llegó a encarnar la lucha entre los principios del bien y del mal (Osiris-Seth, Ormuz-Ahrimán, etc.)14

     En la leyenda maya, sería posible decodificar con el rigor exigido cada uno de los personajes que en ella intervienen, así como el papel desempeñado por el descomunal desbordamiento de las “aguas” que terminan por separar a ambos hermanos, emblemas quizás de los principios femenino y masculino ya separados tras la escisión de la androginidad original (Véase Hermes-Afrodita).


Ningún descubrimiento “aislado”

Por último, conociendo las hipótesis sustentadas por eruditos de la talla de Alejandro de Humboldt y Manuel Rivero de la Calle, así como por la propia ingeniera marítima Paulina Zelitsky, responsable de las exploraciones de arqueología submarina que se llevan a cabo actualmente en las costas occidentales de Cuba, vista ya la legendaria raíz del grupo siboney y de la propia Isla de Cuba, y conociendo que el grupo taíno procedía también de tierras sudamericanas, adquieren aún más fuerza las afirmaciones halladas en los libros esotéricos antes citados referentes a la real pertenencia de la isla de Cuba al continente americano en un período que podría remontarse a miles o incluso millones de años. Claro está, las diversas sumersiones y emersiones que pueden haberse producido en dicho territorio durante ese lapso de tiempo, unido a cataclismos de índole volcánica de gran intensidad, caídas de meteoritos, etc., deben de haber contribuido a transformar la estructura original de tierras y aguas.

     La conexión territorial con la Florida no excluye la conexión territorial con la península de Yucatán. Es innegable que el atraso cultural del grupo siboney no está en correspondencia con el desarrollo cultural del pueblo maya, enigma que podría develarse una vez establecida la cronología pertinente. Sin embargo, los puntos de contacto entre diversas manifestaciones, como el carácter religioso y el desarrollo del juego de pelota de mayas y taínos, es otro motivo de reflexión. También podría serlo que en el primer período maya, al norte de la península yucateca y situada entre Chichén Itzá y Tuluum, hubiese una zona denominada Coba, vocablo que podría asociarse con Cuba.

     Quizás las estructuras megalíticas con posibles inscripciones vislumbradas hasta el momento constituyan arcaicas estelas mayas o de alguna otra cultura prehistórica capaz de erigir también caminos y construcciones piramidales. No debe olvidarse que “pirámide” es una de las acepciones de la voz Mer, y que a medida que han ido surgiendo nuevas evidencias sobre los vínculos entre América y Asia, la teoría del aislamiento americano ha dado paso a la certeza de un contacto prolongado entre estas y otras tierras. Pruebas irrefutables de ello son diversas prácticas comunes tales como la construcción de monumentos megalíticos, la heliolatría, la ofiolatría, los mitos de la Creación, el diluvio, cataclismos volcánicos, el origen divino de los reyes, la momificación, las estructuras piramidales, la escritura jeroglífica, el simbolismo de piedras preciosas (jade, etc).15 Por todo ello, apoyo a quienes han desechado la teoría del “origen independiente” de las culturas precolombinas y, sobre todo, la de Florentino Ameghino en cuanto al carácter autóctono de los primitivos pobladores americanos. Thor Heyerdahl, el gigante cultural unificador de pueblos, se encargó también de demostrarlo con sus expediciones “Kon-Tiki” y “Ra II”.

     En lo adelante, los investigadores que participan en la exploración del ADC-Cuba tienen ante sí la tarea de alcanzar las importantes metas planteadas por la arqueología moderna: a) datación y clasificación de los artefactos y estructuras mediante el análisis de laboratorio de sedimentos, fósiles y, en general, de cada estrato geológico, así como la conservación correspondiente, b) la reconstrucción de lugares y ambientes a partir de artefactos, industrias y conjuntos hasta delinear el marco de la cultura de que se trata, c) explicación de los resultados, todo ello con el auxilio ininterrumpido de la información más rigurosa y a la vez abarcadora que pueda recopilarse. Y si bien en el campo de la arqueología moderna métodos de datación como la palinología, la paleontología, la datación por radiocarbono, por magnetismo y el índice de sedimentación son, entre muchos otros, valiosos instrumentos científicos para el arqueólogo, geólogo, ingeniero marítimo, biólogo, lingüista y demás investigadores, no debe dejarse a un lado la consulta, estudio y decodificación de textos esotéricos antiguos que, como se ha visto, a lo largo de los siglos son capaces de suministrar asombrosas y certeras informaciones científicas.


Notas:

1) El presente trabajo fue presentado por esta eminente investigadora en un forum de Internet. Lo traemos a la tinta de imprenta por su importancia y actualidad, con la aprobación de la autora. El título es un atrevimiento del editor. (N.E.)

2) El equipo cubano está encabezado por los especialistas Dres. Gabino de la Rosa, Manuel Iturralde y José Díaz Duque, estos dos últimos del CITMA (Centro de Investigaciones sobre Tecnología y Medio Ambiente).

3) Eliseo Reclus, “El Hombre y la tierra”, tomo primero, pp. 492-493. En: La Gran Rueda, Cap. II, nota 125

4) Julia Calzadilla: “La Gran Rueda (Una lectura decodificatoria de la Espiritualidad en los Misterios del Antiguo Egipto)”. Inédito. Cap. II.

5) Donald A. Mackenzie, América Precolombina (Mitología), Edimat Libros, Madrid, s/f., p. 116.

6) Helena Petrovna Blavatsky, Isis sin Velo, tomo II, Ed. Novedades de Libros, México D.F., 1953, p. 395, nota 51. Recuérdese que este libro fue publicado en el siglo XIX.

7) Ibid.

8) No debe pasarse por alto el simbolismo del número siete. Asimismo, H.P. Blavatsky expresa en la citada nota 51 de su Op. Cit, que tal vez algún día el nombre de América ”se vea relacionado con el sagrado monte Meru, que, según la tradición india, se alza en el centro de los siete continentes”.

9) Erich von Däniken, Regreso a las Estrellas, Plaza & Janes, S.A. Editores, Barcelona, 1975, pp.141-147.

10) Op. Cit., p. 147.

11) Dr. Manuel Rivero de la Calle, Las culturas aborígenes de Cuba, Editora Universitaria, La Habana, 1966, p. 14.

12) Ibid, p. 19.

13) Eliseo Reclus. Op. Cit., tomo primero, pp. 492-493.

14) Julia Calzadilla. Op. cit., cap. II.

15) Donald A. Mackenzie. Op. Cit., p. 116.

 


LA AUTORA es Lic. en Historia del Arte, escritora, traductora y egiptóloga. Su último libro se titula La Gran Rueda: Una lectura decodificatoria de la Espiritualidad en los Misterios del Antiguo Egipto.  

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